jueves, 31 de marzo de 2011

Phobia

Madness / Maurice Utrillo

 Hernán Grey Zapateiro


<< Una de las más felices facultades de la mente humana es la de poder ignorar lo que la conciencia se niega a asimilar >>
William Faulkner en Light in August.

Era la noche esperada por todos, el cumpleaños de mi amada atraía a nuestros amigos íntimos a la modesta celebración. Nos agasajamos en compañía de ocho amigos. Siempre he tenido la convicción de que entre pocos es mejor la conversación y aunque no pretendo ánimo de egoísmo, el licor y la comida no escasean, por el contario perduran provisiones para días venideros.

La fiesta transcurría en un ambiente de agrado y atención hacia la cumpleañera, hasta que, como eventualmente sucede en reuniones de amigos cercanos, luego de las felicitaciones de protocolo, surgen bromas contra el acompañante de ésta. Interminables sentencias burlonas provenían de nuestros amigos, en verdad no atendía por contestarles, sólo el esbozo de una sonrisa era necesario para sosegar sus ansias. Incluso mi enamorada, en actitud de aprobación, elogia a nuestros amigos entre carcajadas y miradas placenteras, de ese modo amplifica el estruendo jocoso de la fiesta, pero al tiempo finaliza con todo tipo de broma. Sin embargo, como es costumbre que existan amigos más cercanos que otros, ya sea por conocerles desde la niñez o simplemente por haber compartido sucesos difíciles y determinantes para el fortalecimiento de la amistad, de una u otra forma, llegan a conocerte en grado mayor que tu propia pareja. Por eso, cuando uno de ellos, entre el fragor de los tragos alzó la palabra, advertí de inmediato que su pregunta eliminaría cualquier indicio de tranquilidad y afabilidad.

En mente devienen un sinfín de respuestas para satisfacer esa sed de duda que el pasar del tiempo ha alimentado con tanta codicia, pero ninguna cumple en grado máximo con un nivel de veracidad que aflore mis reales sentimientos; obviamente disfrazo con colores vistosos lo que fue aquel incidente atroz, el cual se grabó como mancha de acero en la memoria, escondido en lo más recóndito del inconsciente; y ahora, en el vaivén de los tragos, se manifiesta con desorbitante energía sumergiéndome en un piélago de reminiscencias hórridas de la infancia.

A lo largo de varios minutos permanecí ensimismado con una mirada ceñida a la silueta borrosa del pasado. Me había desvanecido sin poder responder. Ignoré en su totalidad la música, la cena y los invitados. Después de tantos años conserva el mismo efecto. De nada sirvió el dinero derrochado en clínicas de reposo, ni siquiera la hipnosis –que innumerables veces tranquilizaron las pesadillas y al tiempo desataban en el espíritu la sensación de estar en una balsa en medio de un mar tranquilo e inofensivo –logró aprehender ese miedo irracional que se desata internamente. Hoy, de pronto, el impetuoso Neptuno alzó su tridente mágico hacia el solemne sol y de golpe arremetieron contra la inestable balsa un torbellino de olas maléficas que hundieron todos los años de terapia hasta las profundas aguas del océano.

Luego de permanecer en un descenso lento y prolongado por eternos horrores de antaño, agradezco el tierno abrazo de mi amada. Gracias a ella logré reaccionar de aquel letargo funesto. Sus tiernas manos sedujeron al pecho en movimientos tranquilizadores. Su cuerpo suave al frágil color de su vestido colmó de dichas al tembloroso corazón. Todo regresó a la normalidad, en instantes la música proyectó al cuerpo ansias de baile que los demás adoptaron con placer. Al final, después de terminar la cena y varias botellas de vino, fue disminuyéndose el ritmo musical hasta silenciar por completo el salón. Y luego, entre luces tenues de faroles callejeros optaron por irse los invitados; entre bendiciones el salón quedó desierto mientras sin esfuerzo acomodábamos los ostensivos muebles. Una vez nos acostamos, cuando en verdad imaginaba que todo quedaría olvidado, mi amada, con el tizne rojizo del licor en sus majillas y con palabras entrecortadas debido a idílicos eructos, retoma la incesante pregunta que horas antes fue la causante de mi agitación. Inmediatamente me opuse a responder; sin embargo, ella insistía por desprender aquellos nauseabundos recuerdos de un tirón. Entre besos y caricias terminé cayendo en su juego; por último decliné completamente al sentir su cuerpo desnudo estrechándose al mío sobre los colores de la noche. En la cúspide de la excitación susurró nuevamente su pregunta a mi oído. No puedo decir con certeza que me llevó a confiar mis pánicos a ella, pero al menos si los compartía resultarían menos abrumadores para el alma. En fin, después de tanto meditar tomé la pésima decisión de contarle lo ocurrido.

–Hoy día resulta extravagante e irreal que un adulto sea entomofóbico –le dije–. Es extraño que un adulto se colme de espanto al ver un bicho insignificante. Justamente es extraño porque su estructura frágil a simple vista no desata un daño real para nadie, ni los niños se alarman al verlos, por el contrario corren a sostenerlos entre sus manos con ávido interés. Al pensar sólo en eso sobreviene una incontrolable sudoración acompañado de nauseas y taquicardia. ¡No querrás presenciar un ataque semejante! He llegado hasta el exceso que a veces, cuando salgo a un parque público o a una zona abierta como el campo, al ver un insecto de lejos no logro después entrar al lugar donde resido, pues mi seguridad disminuye y el pánico se arroja sobre el alma. A decir verdad amor –continúe, abrazándola fuertemente –, entre las especies que integran el árbol genealógico de los insectos, el horror más terrible e irracional es desencadenado por las cucarachas: aquellos insectos con sus vientres rojizos y caparazones negruzcos, danzando con alas membranosas que se pliegan longitudinalmente a su cuerpo repulsivo. ¡¡¡Brrr, que asco!!!

>> Puedes empezar a reírte. No guardaré atención alguna a ello, sólo tengo a favor que absolutamente nadie puede sobrellevar una experiencia como la que voy a narrarte.

Años atrás, cuando el fuego de la mocedad ardía en los ojos, fui rehén de descomunales acontecimientos.

Vivía en un suburbio corriente, sin lujos, con calles mal construidas y vecinos entrometidos. Mis padres –una pareja común que trabajaba arduamente–, tomaron la decisión de alquilar un apartamento que formaba parte de una gran casa construida hace noventa años. Esta última, constaba de dos o tres apartamentos diferentes al nuestro que permanecían comunicados por frágiles paredes (si por azar llegara a caerse unas de ellas, inevitable resultaría ver que los apartamentos no eran más que habitaciones que alguna vez hicieron parte general de la casa). Nuestro hogar era pequeño, con dormitorios comunicados por un pasillo escindido entre el baño y la cocina. Sencillo y confortante a la vez.

Rememorando los rincones del pasado no consigo pasar inadvertidas las paredes enmohecidas del cuarto donde dormía: la del lado izquierdo no se hallaba terminada, y jamás se terminó, le faltaba medio metro para alcanzar lo alto del cielo raso, dejando un espacio descubierto por donde la claridad y los olores de la cocina interrumpían mi descanso. El techo, la parte superior que cubre y cierra el recinto, se encontraba tachonado con bolsas negras que rodeaban las láminas del cuarto con desdén; la función principal de éstas era evitar la filtración de agua lluvia a través del techo. Por último, la pared plantada por detrás de la cama, nos aislaba del patio de una vecina.

A pesar de dormir en un recinto tan repulsivo, siempre tuve a favor la docilidad de las noches, serenas y silenciosas, con sueños profundos prolongándose hasta las primeras horas de la mañana. En un par de días todo cambió. Las múltiples bolsas negras ceñidas al techo iban adquiriendo una forma preñada, algo exuberante: ¡Noche tras noche el plástico se recargaba remedando la forma de un gran vientre a punto de detonar! Su figura se cargaba hacía la cama. Lleno de confusión y perturbación le informé a mi padre sobre la variación de la estructura, él en actitud de desapruebo corrió al apartamento de la dueña para exigirle una pronta mejora del recinto. Ésta, sólo con el fin de evitarse la molesta frustración de ver a un arrendatario inconforme, decidió que solucionaría todo, no sólo el techo, sino también la pared y garantizó su intención de pintar el cuarto; aunque debíamos esperar algunos días porque las lluvias dificultaban la labor de escalar hasta lo alto de las laminas y arreglar el problema. Tenían que desmontar el andamiaje del techo, construir columnas nuevas para sostenerlo y retirar láminas viejas. Una empresa ardua y demorada que se postergó. El único inconveniente fue la incesante llovizna que azotó el mes de noviembre. La naturaleza recitó sus instintos sinfónicos por más de tres días, ni el más especializado lenguaje obtendría relatar la pasión con que la lluvia apremió a la ciudad.

Entretanto, mi padre se vio motivado a apaciguar el miedo que sentía frente al gran vientre deformado. Sus palabras por un instante funcionaron, porque al pasar los días no conseguía armonizar el sueño bajo la mirada grotesca del vientre. Las noches siguientes incurrí en el fastidio por permanecer horas en un insomnio intensificado al prever que llegaría el momento en que explotaría.

Y en horas de la madrugada, cuando la oscuridad se extiende con brío por la tierra dormida y la bruma silencia las casas desde el exterior, el estruendo del aguacero rugió. Las láminas no aguantaron los años a cuestas. Al igual que la madera que se quebró traspasando el vientre inflamado de bolsas negras, desplomándose violentamente a un costado de la cama. Desperté desconcertado, perdido entre los colores oxidados del cuarto y empapado por flemas que salpicaron la cama. La sensación de asombro y horror fue cortejada por nauseas. Acostado en cama ojeando en dirección al techo fijé el derrumbe que agrietó la estructura dejando una oquedad donde el sereno de la lluvia se fugaba; su rocío corrió por mi cuerpo buscando una zona fértil donde engendrar. Y la encontró. Después de permanecer en un lapso de inexistencia, previne la presencia de criaturas nocturnas escondiéndose entre las planicies del cobertor. Reaccioné tardíamente. Encendí la luz para verificar la suerte del cuarto: el agua atiborraba el piso. Piezas de maderas impactadas en la cerámica. Barro y fango mezclados por todas partes. Y centenares de cucarachas marchitas naufragaban con sus cuerpos infames, unas muertas con sus patas hacia arriba otras caminando por las paredes, la cama y mi cuerpo.

Repetidos escalofríos y espasmos se apoderaron de mi cuerpo al verlo bañado por secreciones viscosas, rastros de alas fibrosas adheridas al vientre y al torso desnudo, caparazones abatidos aflorando sus desechos entre las vértebras de mi espalda; el cuerpo completo salpicado por los colores sombríos de la escena. Y los pies –la única parte del cuerpo sumida en la superficie lodosa –, servían de salvación para aquellos insectos que las trepaban fijándose con desmesura y a la vez recorriéndola rápidamente. En un momento me vi apoderado por una colonia de insectos, todos pequeños, con patas largas, aplanadas y espinosas, piezas bucales masticadoras que se posaban en la piel y sus huevos plegándose de sus abdómenes en busca de un lugar caliente donde cultivarlos.

Fue demasiado, en un abrir y cerrar de ojos quedé inconsciente. Después de lo acontecido me torne tedioso y decaído. ¿Cómo pudo florecer un albergue de cucarachas en el cuarto? Mis padres jamás hablaron del tema, y mejor así. Las noches siguientes advinieron amamantando el miedo con su agrio seno, besé su néctar con impulso trágico y guarde en las profundas cuevas de mí ser aquellos infortunios.

–Sí, amor –dije, luego de recobrar la compostura –. Sinceramente fue un soplo de horror al cual sucumbí. Sólo una palabra, un nombre, un concepto que describa una característica de esos insectos y en sólo instantes el recuerdo emerge trucando mi estado psicológico: desenfrenado salgo corriendo del lugar e imagino que miles de cucarachas recorren y al tiempo eyaculan sus desechos y sus huevos en mis vasos sanguíneos… Las garras de la locura tiznan mis acciones… ¡Nunca derrotaré esta fobia!

>>A veces son abundantes las pruebas que nos damos para saber que algo anda mal, pero en mi caso, querida, jamás insinué que un incidente aislado fuera necesario para trucar toda mi vida en un oleaje de pesadillas inacabables. Comprende ahora mi precaria situación, te lo ruego amor… ¡No! ¡Retírate! ¡¡No acaricies mis labios, aún estoy devorando un trago funesto!!

Noviembre 7 de 2010

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